09 mayo, 2010

La música, la audiencia y otras resonancias

La música, la audiencia y otras resonancias
Alonso Arreola

Pero la mujer vestida de rojo iba al frente, mirando altaneramente, y cuando estuve a su lado vi que se pasaba la lengua por los labios, lenta y golosamente se pasaba la lengua por los labios que sonreían
“Las Ménades”, Julio Cortázar


La muerte de Michael Jackson es un buen punto de partida. A pocas semanas de acaecida seguimos consumiendo los restos del ídolo, igual que la terrible audiencia del cuento “Las Ménades”, de Julio Cortázar, aquél en donde los asistentes a un concierto pierden la cordura tras el éxito de los intérpretes para acabar devorándolos en un canibalismo de etiqueta, “aceptable”. Y es que, siempre insatisfecho –incluso de tanto contento–, el público ha dejado de saciarse con el simple hecho musical. Ya no le bastan los ritmos, los acordes, las melodías. Ha de ir por más. Ha de fijarse en las ropas, las costumbres, las enfermedades y obsesiones de quienes organizan el sonido para, algún día, establecer finalmente un juicio total en el que no quepan dudas morales, culturales o raciales (o sea, algo imposible). En tal contexto, las impresiones estéticas sirven de poco; pasan a segundo plano.

Justificando aún más el arranque de esta nota, incluirnos en ese plural que hoy acaba con quien se para en un escenario nos parece lo más justo, debido a que, de una forma u otra, todos participamos de nuevas formas de consumo en las que cambian los formatos y los medios, cambian los creadores y la tecnología, pero también cambian las audiencias. Así es. Nosotros hemos mutado y hemos determinado una relación distinta con la música y con quienes la hacen.

Para descifrar o por lo menos trazar el perfil de esta “gran audiencia” buscamos textos de análisis, no tanto a propósito del proceso comunicativo en donde el receptor B descodifica un mensaje de A, sino a propósito de la evolución de quienes compran y escuchan música. Aunque hallamos algún material, resulta desproporcionadamente reducido en comparación con los miles de ensayos y estudios de mercado que definen nichos, gustos y estrategias de negocio, como si el arte se hubiera transformado en puro objeto de entretenimiento. Otras veces hemos hablado sobre ello en estas mismas páginas. No nos repetiremos, aunque aclaramos que sí nos apoyamos en esa separación básica como premisa: el arte es en buena medida entretenimiento, pero al revés sucede contadas veces.

Jorge Velazco, músico, articulista e investigador del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM en los años ochenta, escribió en un texto llamado “Pornografía musical” algunas líneas que exhiben –con beligerante conservadurismo– parte del problema con que todavía viven las audiencias:

El punto más álgido de todo el asunto radica en la espantosa calidad de la inmundicia musical que se sirve a los consumidores de la música de menor peso intelectual y emocional, la que se ha dado en llamar “popular”. En ese campo lo que se da al inerme pueblo es una perfecta obscenidad musical, una ramplona procacidad que ofende a cualquier espíritu sensible e insensibiliza a todo espíritu ingenuo para degenerarlo y poder seguirle vendiendo sus cancioncitas de mierda […] Algunos luchamos contra la poderosa pornografía musical. ¿Seremos los suficientes? ¿Podremos contrarrestar a ese monopolio del dinero y el mal gusto?

Investido en salvador del pueblo, este y otros críticos han dado en el clavo al reflexionar sobre las cochinadas que habitan la música popular, pero no han entendido que la audiencia en sí misma y por sus propios medios ha de avanzar sin que nadie luche por ella. Por otro lado, es innegable, la liberación de sus grandes problemas será dificultosa y tendremos que colaborar. Porque sigue sin saber cómo escuchar música, ni cómo juzgar a quienes la crean. No sabe a quiénes leer para aprender más. Olvida el pasado sin pensar en el futuro. Se hace adicta al momento orgásmico y utilitario que, aun siendo placentero, deja poca reverberación en el espíritu. Y es que, claro, hay preocupaciones mayores, como el empleo, la comida, la seguridad, etcétera.

EL OÍDO HARAGÁN

De cualquier forma, es justo decir que la audiencia se ha vuelto floja. Si bien tiene una computadora frente a sus ojos, no parece mostrarse capaz de establecer compromisos duraderos como los que hace años mantenían las grandes bandas de rock y sus fanáticos, los directores encumbrados y sus melómanos, los escritores de revistas especializadas y sus lectores. Es verdad que aprende mucho y abarca más con sólo apretar unos botones, pero, precisamente por la posibilidad de esa velocidad, averigua poco sobre temas específicos. Asunto viejo, el de esta ignorancia de la audiencia ha desencadenado otro tal vez peor, el de un oído mediocre y de actitud sumisa que no se atreve al juicio por falta de argumentos, los que tampoco abundan entre críticos. Bástenos como prueba de este cáncer las palabras de Juan Vicente Melo en “Para un retrato del melómano mexicano”, publicado en algún diario de los años sesenta:

Una vez alguien dijo que el público mexicano –o, por lo menos, el que asiste al Palacio de Bellas Artes– poseía tres cualidades fundamentales: la exigencia, el buen gusto y la cortesía. Ese mito ha sido respetado por los críticos musicales: invariablemente los señores alaban las supuestas virtudes, silencian la animación folclórica que preside los conciertos, sonríen beatíficamente con las “palmas de tango” y las “dianas”, llaman respetable a ese conglomerado informe que aplaude todo, nada silba, acepta lo que le den y no se atreve a manifestar abiertamente su tedio, su mal humor, su disgusto y hasta su rabia.

Ataque eficaz contra los críticos de aquel tiempo, es de los pocos que hemos leído contra la propia audiencia, esa masa, ese ser “intocable” contra el que nadie atenta por miedo de perder favores o consideración. Pues bien, a casi cuarenta años de distancia nos sumamos a las palabras del veracruzano para pedirle al público que se instruya y se atreva, que no se sume gratuitamente a quienes sólo buscan participar del adictivo aplauso, ese fenómeno primitivo al que Glenn Gould, mítico pianista y compositor, se refiriera así:

Se me ha brindado la oportunidad de considerar la relación del aplauso con la cultura musical y he concluido, en toda seriedad, que el paso más eficaz que hoy en día podríamos dar en nuestra cultura sería la eliminación gradual pero total de reacciones del auditorio [...] El propósito del arte no es una descarga momentánea de adrenalina, sino más bien la construcción gradual, durante toda la vida, de un estado de asombro y serenidad.

Aunque respetamos a Gould, no compartimos su deseo de una mística pasividad en la audiencia. ¿Qué sería entonces de la controversial pieza “4.33” de John Cage, creada únicamente con un gran silencio frente al piano, mismo que ha de ser “intervenido” por quienes nutren la audiencia? Como decía Melo, preferimos que haya reacciones, aunque no adulen a quien está en el tinglado. Tampoco coincidimos con Gould cuando dice: “El crítico como árbitro estético no tiene, a mi parecer, ninguna función social, ningún criterio defendible que pueda servir de base a sus juicios subjetivos.” Tal maniqueísmo acelera otro de nuestros problemas: en México carecemos de una buena crítica musical, porque la mayoría de quienes la ejercen, sobre todo en terrenos populares, no se han preparado ni como músicos ni como escuchas profesionales. Por esa razón son tan odiados.

EL SENTIDO DE LA MÚSICA

Escuchar es una palabra que viene de auscultar. Acto que muchos suponen pasivo, el de escuchar en realidad implica búsqueda y revisión. Así, como dijera Antonio Alatorre al analizar la actividad de la crítica literaria, podemos decir que “el mal crítico es el que tuerce, el que agranda o achica, el que deforma, el que traiciona”, mientras que el buen crítico “debe tener el valor de ser honrado”, partiendo de una certeza: “la crítica no es una ciencia exacta y fría”. Sin ahondar en el asunto, diremos que es esa falta de honradez la que hoy impide a la crítica impulsar a las audiencias hacia un mejor juicio de lo que ve y escucha. La herencia de no hacerlo es que el arte pierde profundidad y el entretenimiento continúa estático.

En este punto debemos disculparnos por introducir tantas citas (lo que siempre levanta sospechas justificadas). Es la pura emoción. Nuestro entusiasmo cuando nos acercamos, por ejemplo, a los estudios que analizan los procesos fisiológicos de la audición, que también deberíamos considerar al juzgar a las audiencias. Por un lado tenemos ideas como las de José M. Mondragón, quien asegura que “la música hila discursos sin pensarlos mucho, sin que el receptor o el intérprete se preocupen por un nivel semántico”, mientras que mentes como la de Umberto Eco, hace más de cuatro décadas, dejaron en claro que al estímulo musical-informativo sobreviene una crisis de significados en el oyente, quien identifica una tendencia apoyado en su propia formación cultural, para entonces encontrar una satisfacción que, finalmente, lo lleve al reestablecimiento del orden. O sea que tanto al creador como a la audiencia le importa, más de lo que imaginamos, el sentido de la música.

Es en ese proceso, en ese círculo identificado por Leonard Meyer y citado por Eco, en donde hallamos, precisamente y según creemos, el problema fundamental de las audiencias. Mientras los menos disfrutan el momento de “crisis” estética, pues lo identifican con la novedad, la sorpresa y el gozo, la gran mayoría de los escuchas pasivos, acostumbrados a la simplificación cotidiana de sus vidas, lo interpretan como un disgusto, como un atentado contra su intelecto y su capacidad de discernimiento; como un contratiempo innecesario, máxime si hay tantas músicas que no sólo no lo contienen, sino que lo evitan a como dé lugar. Pensemos en lo ocurrido con La consagración de la primavera, de Stravinsky cuando se estrenó. Fueron muchos quienes la despedazaron por no aceptar tanta sorpresa en su ignorancia.

Comparable es el asunto de los formatos y medios de reproducción. Hijos de la tecnología y las modas, han sacrificado la calidad en aras del tamaño, el diseño y la portabilidad. Los aparatos de “alta fidelidad” han dejado su lugar a los minicomponentes, el MP3 gana su batalla contra el CD y el LP regresa como artículo de lujoso esnobismo. Digamos que hasta en esto la audiencia demuestra que prefiere la bendita comodidad del iPOD a la interacción manual con discos, agujas y lectores láser. “Ya el fenómeno de la moda, tan característico de las sociedades evolucionadas –decía Alfonso Reyes– nos está diciendo que también la mudanza es un aliciente de la vida. A medida que las clases modestas alcanzan la moda, la moda deja de ser moda. La clase superior, que la creó, la sustituye entonces por otra, en un maratón desenfrenado.” En ese proceso identificamos un desapego entre la música y su origen elemental, idílico, pues incluso interpretada de manera correcta por su autor en un foro adecuado y frente a un público espléndido, queda sometida a un sin fin de factores externos –muchos de ellos verdaderas nimiedades– que van en aumento y terminan por cambiarla a nuestros ojos.

Así, si partimos de que todos tenemos un “demonio que susurra: ‘amo esto, odio aquello’ y es imposible acallarlo” (Harold Bloom), caeremos en la cuenta de que buscar sabiduría entre la abundante información será nuestro principal reto. Por ello, más allá del morbo frente a un evento como la muerte de Michael Jackson; más allá del deber de los críticos; más allá de nuestra personalidad como pueblo; más allá del estatismo y el miedo a la novedad; más allá de cómo escucha nuestro cerebro; más allá de las modas; más allá de toda fenomenología y epistemología, la música siempre seguirá produciéndose en formas y calidades diversas, intentando satisfacer el experimento estético de un artista comprometido con su curiosidad, lo mismo que llenar el bolsillo de un mercachifle del sonido. Nosotros, miembros vivos de la gran audiencia, mejoraremos nuestra apreciación con el tiempo, inevitablemente. En dicho proceso, empero, muchas obras valiosas caerán en el olvido, si la velocidad en el mejoramiento de apreciación no se empata con la velocidad de producción de músicas pasajeras que, sólo por volumen, desterrarán a otras mucho más importantes.

Ahora que, igual que pasa con el lenguaje, tampoco debemos proteger la buena música de las grandes audiencias, pues éstas al final evolucionan y dan inmortalidad al arte. Cierto es, sin embargo, que el mundo cambia inestablemente y que debemos acusar a esa misma audiencia por su falta de compromiso. Parecido a lo que pasa con el tráfico de drogas, con la trata de blancas, con el mercado de animales en peligro de extinción o con la venta de diamantes de sangre, el consumo y triunfo industrial de cierta música “de mierda”, como decía Jorge Velazco, depende en gran medida de la demanda que la maldita y fascinante audiencia tenga.

Se nos antoja, para terminar con esta colección de citas, compartir el postulado número siete del colectivo italiano MEV (Música Electrónica Viva, 1966), abocado a la improvisación de música espontánea. La clave de tal cláusula es el respeto de las partes involucradas en el hecho musical: “Sin líderes, partituras ni ninguna regla, la música estará basada en el respeto mutuo entre los músicos y en confiar uno en el otro y el público, y en la individual y total suma de todos los sonidos emitidos en el espacio de actuación.”

DOS DE PILÓN

“Este mundo técnico que en la actualidad nos rodea, no podrá transformarse jamás en un submundo de autómatas”: Fred Prieberg, en su Música de la era técnica de 1956, a propósito del nacimiento del sintetizador.

“En realidad en algunos casos hipnotizamos a la gente, y grabamos sus vidas en video”: Tom Freston, director de MYV en 2000, explicando cómo captar nuevas audiencias.

Fuente: La Jornada Semanal: La música, la audiencia y otras resonancias (09/05/2001)

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